sábado, enero 13, 2007

El Comercio en los Siglos Modernos

El comercio es un tema de capital importancia para entender la economía en la Edad Moderna y, quizás, en el que mejor se pueden apreciar los avances y cambios. El auge que esta actividad conoció en los siglos modernos hunde sus raíces en el medioevo, a partir del siglo XI , pero es con la edad moderna que se inicia la incorporación de todo el globo a un comercio mundial, con una ampliación sin precedente de los mercados (a nivel local e internacional/transcontinental, con una expansión de la demanda) y la multiplicación de las interrelaciones entre éstos.

El comercio permitía el acceso a un importante número de personas a la riqueza o una mejor posición económica. En la parte dedicada a la Industria Dispersa en nuestro trabajo sobre Organización de la Industria en España dedicamos una parte a analizar el papel de los comerciantes y el capital mercantil – que ocupan el papel central en las teorías de la Proto-industrialización y la del Verlagsystem – en nuestro país, en la cual se puede ver la inmensa complejidad y extensión de la ocupación mercantil – con la presencia simultánea de grandes, medianos y pequeños comerciantes, a tiempo parcial o completo – durante la edad moderna. Y es que el comercio, además de tener una incidencia macroeconómica indispensable, poseía un peso social, humano y micoeconómico que está siendo revalorizado por la historiografía más reciente al poner el énfasis en el mercader y las rutas comerciales.

Siglos XVI y XVII

Esto fue posible en parte por mejoras en los sistemas de transporte (mejoras en los carros y las ruedas, caminos, sistemas de tracción e innovaciones navales importantísimas) y de crédito y finanzas [ver: página web]


El comercio marítimo conoció en el siglo XVII un período de expansión, coincidiendo con la época de mayor auge del

mercantilismo.La idea de una crisis comercial que afectó a las principales áreas y a las más significadas rutas del sistema mundial de intercambios (idea que durante mucho tiempo ha constituido un lugar común en la historiografía) apenas se sostiene hoy día”. Esta teoría de la crisis del siglo XVII ha estado apoyada en la decadencia del tráfico americano y la del comercio báltico. Earl J. Hamilton intentó demostrar convincentemente con sus estudios que las remesas de metal precioso americano arribadas a España sufrieron una grave contracción a partir de 1620, lo que inmediatamente relacionó con una tendencia general deflacionista de los precios. P. Chaunu completó la visión de Hamilton, utilizando también los registros oficiales de la Casa de Contratación, apuntando que el tonelaje de los barcos de la Carrera también descendió en la primera mitad del siglo XVII.

Michel Morineau ha refutado estos planteamientos a partir de las gacetas mercantiles holandesas del siglo XVII, informes consulares y la correspondencia de los mercaderes. Según “Morineau, la llegada de metales preciosos americanos a Europa no sólo no sufrió una fuerte contracción, como sostuvo Hamilton, sino, por el contrario, se mantuvo alta durante la primera mitad del siglo XVII. Luego se resintió de una brusca disminución a partir de 1646, por causas políticas y navales, pero esta disminución sólo se prolongó durante unos diez años. A partir de entonces las importaciones de plata subieron decididamente, alcanzando récords hasta entonces desconocidos. Con estos datos presentes es difícil, por no decir imposible, mantener la idea de un comercio americano languideciente a lo largo del siglo XVII. La imagen, más bien, sería la contraria: la de una actividad vigorosa, aunque cada vez más fuera del control de un Estado en crisis”. Dos argumentos aportados son el enorme aumento del contrabando y el comercio con oriente, ya que “el espectacular crecimiento del tráfico con
Extremo Oriente no encaja con la idea de un brusco desatesoramiento de Europa, ya que el pago de las mercancías orientales exigía una fuerte transferencia metálica”.

En el
Atlántico, el área comercial más dinámico y el segundo en cuanto a volumen de mercancías (después del comercio inter-europeo), hay que distinguir dos rutas comerciales, un comercio de cabotaje Atlántico-Báltico (cereal, lana, sal, vinagre, vino...) en grandes barcazas marítimas/fluviales y un comercio transoceánico con América. "El Báltico constituía una de las zonas clásicas del comercio europeo bajomedieval. Durante el siglo XVI, los puertos de Prusia oriental, Polonia, Lituania, Letonia, Estonia y Livonia fueron testigos de un fluido intercambio de mercancías con los puertos mercantiles del Mar del Norte”. [En: pág web] El Báltico contaba fundamentalmente con una ruta marítima (por la cual se comerciaba cereal, ganado vivo, y pescado) y una terrestre que involucraba a las ciudades de la Hansa (traficando con cereales, pescado, sal, lana, pieles, madera, hierro y cobre).

En el siglo XVII “el auge de la pesca del arenque, que no en vano era considera como “la madre de todo el comercio”, exigía una imponente cantidad de sal cuya distribución quedaba asegurada por una marina mercante en constante crecimiento’ Mas lo que otorgó a las Provincias Unidas su primacía en el comercio mundial de la sal fue el desarrollo de un proceso de especialización con el refinado de dicha materia prima. Zelanda había perfeccionado un procedimiento para blanquear la sal que era apreciado en toda Europa, especialmente en el Báltico. El comercio Báltico se convirtió, de este modo, en uno de los motores principales de la economía neerlandesa y en el regulador efectivo de mercado salinero”. [En:
pág web]

Las exportaciones de grano hacia los Países Bajos habían constituido su actividad más característica. Los barcos que hacían esta ruta debían pasar obligatoriamente por el estrecho del Sund, que separa la isla de Seeland de la península de Escania. El rey de Dinamarca aprovechaba esta circunstancia para cobrar peaje a las naves [una de las principales fuentes de ingreso de su reino, que a la vez se convirtió en un elemento esencial de las relaciones internacionales del XVII]. El correspondiente registro de paso depara una fuente seriada para el estudio de aquel tráfico. En torno a 1620 tales documentos reflejan una caída del volumen del tráfico de navíos a través del estrecho del Sund, pórtico de una fase depresiva que se prolongaría durante el resto del siglo XVII y continuaría en el XVIII. Este hecho se ha interpretado como sintomático de una crisis comercial que afectó a aquella tradicional ruta. R. Romano utilizó este indicador como una evidencia más de su tesis sobre la crisis estructural que se abatió sobre la economía europea a partir de los años 1619-1622. El fenómeno se interpretó en el sentido de una caída de la demanda de grano en los Países Bajos, que afectó negativamente a los países bálticos. Sin embargo, P. Jeannin sugiere una clave para una reinterpretación de la disminución del número de barcos mercantes que atravesaban el Sund. Este hecho pudo depender más de un aumento en la capacidad de carga de los buques que de una auténtica contracción drástica del volumen de mercancías traficadas”. “El Báltico dejó de ser una zona que respondía exclusivamente a un esquema de economía colonial. Hasta entonces, la exportación de materias primas [cereal, cobre, salazones (arenque)...] y la importación de manufacturas [vino, tejidos...] había constituido la base de sus intercambios con la Europa noroccidental. A partir de ahora, este exclusivismo se rompería en beneficio de un incremento de las exportaciones bálticas de productos elaborados. De nuevo, se plantean serias dudas sobre la realidad de la crisis o, al menos, sobre su alcance. Éste quizá ha sido exagerado en demasía en aras de un discurso focalizado en torno a la idea de una contracción general de la economía europea, inmersa en una fase coyuntural de dura recesión tras la expansión del XVI”. [ver: pag web]

“Ya Hobsbawm advirtió que, más que de crisis en el XVII, hay que hablar de una transferencia de hegemonías. A lo largo del tiempo se había ido verificando una basculación progresiva del centro de gravedad del comercio internacional desde el Mediterráneo hacia el Atlántico Norte. En el siglo XVII el Mediterráneo selló su proceso de decadencia y se transformó en un ámbito cerrado, con predominio de los intercambios interiores. Por su lado, las antiguas potencias marítimas ibéricas, Portugal y España, atravesaban por serias dificultades. Mientras tanto, los Países Bajos e Inglaterra tomaban el relevo y se constituían en el centro de la tela de araña del comercio mundial. Estos países iniciaron una
penetración agresiva en las áreas coloniales, repartiéndose los despojos del imperio portugués en Asia y disputando a España áreas de influencia económica en América. Otros países, como Francia, aunque en menor grado, se sumaron a la tendencia. Las compañías por acciones privilegiadas constituyeron para las nuevas potencias marítimas el instrumento por excelencia del comercio colonial, cuyos beneficios para el desarrollo capitalista de sus respectivas economías fueron cuantiosos. Pero el proteccionismo a ultranza de los intereses nacionales provocó serios choques, que llegaron en ocasiones a la guerra abierta; cada vez más, las disputas políticas tuvieron un trasfondo de clara naturaleza económica.” [ver: pag web]


Siglo XVIII

El comercio colonial actuó como un importante factor dinamizador de la economía mercantil europea y como un elemento esencial en el desarrollo del
capitalismo occidental moderno”. [ver: pág web] Esto se vio confirmado, junto con el modelo colonial (con estos territorios como exportadores de materia prima y consumidores de productos elaborados), durante el XVIII. “Europa se erigió en el gran motor y beneficiario de este comercio y si hacia 1720, según la conocida estimación de Rostow, realizaba los dos tercios del comercio mundial, en 1780 la proporción se había elevado a las tres cuartas partes. Se afirmó la navegación atlántica y se avanzó en la incorporación de los espacios asiáticos al área de influencia occidental. Inglaterra, en rivalidad con Francia durante buena parte del siglo, consiguió hacerse con la preeminencia en este campo, mientras las Provincias Unidas, primera potencia comercial en el XVII, vivían un declive relativo y otras potencias menores se abrían un hueco en el concierto internacional. El desarrollo cuantitativo estuvo acompañado, además, por un esencial cambio cualitativo, por el que Europa daba un paso irreversible hacia la generalización de la economía mercantil, en la que todo es susceptible de convertirse en mercancía”. [En: pág web]

América vino a representar un constante balón de oxígeno para
la economía española. Pese a las insuficiencias en las políticas reformistas, la verdad es que las tierras americanas fueron intensamente explotadas durante la centuria, hasta el punto de realizarse de hecho una segunda conquista de las colonias, esta vez pacífica y económica. Tres eran las funciones que América cumplía: territorio que debía nutrir a la metrópoli de materias primas abundantes y baratas, lugar de colocación exclusiva de productos españoles y, finalmente, continente proveedor de una plata que debía llenar tanto los bolsillos de los particulares para facilitar las inversiones como las arcas de la hacienda para financiar los planes de las autoridades reformistas. América era el gran espacio comercial que los españoles deseaban conservar en exclusiva”. “El siglo XVIII comenzó con un absoluto dislocamiento de los circuitos tradicionales como consecuencia de la presencia de buques franceses en todos los puertos hispanoamericanos. Contaron con el beneplácito de Felipe V desde 1702 y suministraron las manufacturas europeas hasta la paz de Utrecht. A partir de entonces comenzó la presencia legal de los ingleses. Teóricamente era un sólo buque de comercio, el navío de permiso, y buques negreros de la Compañía de la Mar del Sur, pero en la práctica eran cientos de navíos, ya que el de permiso se abastecía de mercancías en alta mar (tenía así un fondo ilimitado) y los buques esclavistas introducían contrabando continuamente. Como los holandeses hacían también un intenso comercio ilegal desde Curaçao, el problema del contrabando adquirió dimensiones dantescas”. [ver: pág web]

A pesar de esto “el tráfico comercial [legal], aumentó progresivamente. Entre 1710 y 1747 negociaron 1.271 buques con un total de 330.476 toneladas, que entre 1748 a 1778 fueron ya 2.365 embarcaciones y 738.758 toneladas. García Baquero señala que, tomando un índice 100 para principios de siglo, el tonelaje creció a 160 entre 1710 y 1747, y a casi 300 entre 1748 y 1778. Entre 1782 y 1796 se cuadruplicaron las exportaciones hispanoamericanas, lo que pareció demostrar la bondad del Reglamento de 1778. Este comercio estuvo controlado en un 76% por Cádiz, pese a la libertad comercial. En América, la Nueva España fue el primer mercado receptor seguido del Perú, el Río de la Plata y Venezuela. El intercambio siguió la tónica de exportar [o reexportar] de España manufacturas e importar caudales, productos tropicales y colorantes". [ver:
pág web] Aunque durante el XVIII se puede decir que España experimentó la pérdida de la hegemonía comercial en América ante la competencia decidida de las potencias rivales [ver pág web].

En el XVIII las demás potencias europeas también experimentan una intensificación de las relaciones comerciales con América (productora de metales preciosos, tabaco, algodón, cueros, tintes naturales, cacao, café, perlas, azúcar/melaza... y receptora de productos manufacturados y de transformación agrícola). Francia, para la cual las antillas no poseían interés comercial a principios de siglo, llega a importar el 40 del total de sus importaciones de éstas. E igualmente, en 1720-1730, las trece colonias americanas representaban el 35% de las importaciones de
Inglaterra, que fue la potencia, desde un punto de vista comercial, que resultó victoriosa en este siglo, al tomar el relevo de Holanda en el Báltico, y conseguir abrirse los espacios comerciales americanos y orientales.

En el XVIII cobran una importancia capital “las compañías monopolísticas de comercio, institución emblemática mercantilista, vivieron su última etapa de esplendor. Como hemos apuntado, fueron muchas las nacidas a lo largo del siglo: en los países bálticos (Compañías suecas y danesas de China y de Levante), España [compañía de Honduras (1714), la Guipuzcoana o de Caracas (1728), la de Campeche (1734), Sevilla (1747), La Habana (1740), Barcelona (1752), los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1784) y la de Filipinas (1785)], Portugal (Compañías de Para, Pernambuco y Maranhao), Prusia (Compañía del Mar del Norte), Rusia (Compañías de Kamchatca y del Mar Negro), el Imperio (Compañía de Levante de Trieste o, en territorios dependientes del emperador, la Compañía de Ostende, cuyo sacrificio fue exigido por Holanda e Inglaterra como contrapartida al reconocimiento de la Pragmática Sanción). La protección oficial de que gozaban, sus privilegios y la capacidad para concentrar capitales, reforzados a veces con aportaciones estatales, eran, como se sabe, sus principales armas. Pero también arrastraban lacras, algunas estructurales. La dependencia estatal, su gigantismo y burocratización coartaban su libertad de acción y exponían su gestión a múltiples corruptelas; los gastos de administración de sus territorios, cuando habían de correr con ellos, eran enormes; su exclusiva dedicación a una actividad y un espacio determinados, tampoco resultó, a la larga, positiva; contaban, además, con la oposición de los comerciantes que no participaban en ellas, que eran muchos... Inglaterra tomó tempranamente medidas de liberalización, disolviendo en 1689 la Compañía de los Mercaderes Aventureros, compañía reglamentada -en la que los mercaderes actuaban a titulo individual, pero respetando una reglamentación común-, que había controlado el comercio con ciertas partes de Europa. En 1752 la Royal African Company, que monopolizaba la trata de negros, se transformó en una compañía reglamentada. Y ninguna de las dos compañías más importantes -las de las Indias Orientales Holandesa (V.O.C.: Vereenigde Oostindische Compagnie) e inglesa (E.I.C.: East India Company)-, modelos reiteradamente imitados desde su aparición en los albores del Seiscientos, llegó incólume al final del siglo. A los enormes gastos bélicos y efectos de la corrupción los empleados de ambas utilizaban medios de la compañía en beneficio propio en el comercio intraasiático-, se sumaron los problemas financieros -muy agudos en la V.O.C., cuyos dirigentes recurrieron sistemáticamente al endeudamiento para mantener los elevados dividendos que la hicieron famosa-, y la desconfianza metropolitana a la excesiva independencia de sus agentes. La E.I.C., muy reformada, vio disminuir su autonomía (Regulating Act, 1773), y tras nuevas reformas, la administración de sus territorios quedó bajo control estatal (India Act, 1784). En cuanto a la V.O.C., fue liquidada en 1795-1796, dejando tras sí la descomunal deuda, según recoge J. de Vries, de más de 130 millones de florines. El ciclo vital de las compañías monopolísticas, inexorablemente, se iba cerrando, por más que algunas la inglesa de la Bahía de Hudson, por ejemplo- subsistan testimonialmente en la actualidad. La flexibilidad de la empresa comercial privada, de modesto tamaño la mayoría de las veces, fundada y disuelta con rapidez en función de las concretas y cambiantes circunstancias, abierta al comercio de todo tipo de mercancías y también a actividades no estrictamente comerciales en todos los ámbitos geográficos, capaz de asociarse con otras similares y sometida exclusivamente a la protección de la legislación general de su país de origen, terminaba imponiéndose”. [En: pág web]

[Ver: Tracy, James D. (1990).: The Rise of Merchant Empires: long-distance trade in the early modern world, 1350-1750; Cambridge University Press. [disponible online]

miércoles, enero 10, 2007

La Era de las Manufacturas

Un hallazgo bibliográfico muy interesante en el desarrollo del trabajo sobre Industria ha sido la obra de la historiadora británica Maxine Berg, La era de las manufacturas, una de las obras fundamentales de mediado de los ochentas del debate sobre la industrialización y la proto-industria. Aquí reproduzco una parte de la Introducción, no tanto por su importancia a este debate, sino por en interés general que puede tener para esta asignatura. Aquí se enfoca la Revolución Industrial – el punto de referencia ineludible de la historia económica – no como algo estático y definitivo, sino como un tema de estudio muy debatido que refleja en cada momento historiográfico nuestras inquietudes y nuestras realidades actuales sobre la industria y la economía. Aquí – y a lo largo de su obra – Berg pone en relación las opiniones historiográficas con las demandas que la sociedad, a partir de su presente, hace en cada momento a los historiadores y economistas. Creo que esto es extrapolable a los demás temas de la historia económica – y, por qué no, a la historia en general –, que necesariamente está condicionada por el presente. Lo único seguro respecto a la Revolución Industrial es que nuestras visiones sobre ésta van a seguir cambiando en paralelo con las transformaciones de nuestra economía en el siglo XXI.


Berg, Maxine (1987).: La era de las manufacturas 1700-1820 : una nueva historia de la Revolución Industrial británica; Crítica; Barcelona, 378 págs. (e.o. London, 1985). [Una parte de esta obra está disponible online]

INTRODUCCIÓN

El termino «Revolución industrial» comporta una imagen de tecnología e industria renovadas. Sin embargo, una ojeada a la abundante serie de manuales sobre el tema nos permite comprobar que son escasos los que tratan concretamente la tecnología o la industria. Los historiadores de la economía han llevado bastante lejos las definiciones de sus «revoluciones industriales», apartándolas cada vez mas de la tecnología y la industria y enfatizando el fenómeno del crecimiento económico. Han concentrado su atención en los aspectos «macroeconómicos» de la Revolución industrial, prefiriendo escribir sobre las categorías económicas agregadas: modelos de crecimiento económico, formación del capital, demanda, distribución de las rentas y fluctuaciones económicas. Raramente han descompuesto la economía en otros sectores que no fueran la agricultura, la industria, el comercio y el transporte. Sus centres de interés han sido los de los economistas que escribieron en los años sesenta sobre desarrollo, crecimiento e inversión de capital. Más recientemente, los intereses de los historiadores de la economía han experimentado un viaje hacia planteamientos progresivamente mas cuantitativos de la Revolución industrial; pero al rehuir las temáticas carentes de fuentes estadísticas, considerándolas propias de la historia social, no han franqueado nunca los limites de los planteamientos macroeconómicos.

La década de los ochenta trajo consigo un clima económico diferente, que suscito nuevos temas de interés entre los economistas y el cuestionamiento de los resultados de las «vacas sagradas» del boom de la posguerra: grandes inversiones de capital, industria a gran escala, nueva tecnología, cambio estructural y rápido crecimiento eco­nómico. El interés se ha desplazado ahora hacia la estructura de la recesión mundial, las causas y características del desempleo y hacia las consecuencias sociales y económicas de la nueva tecnología y las nuevas pautas de organización del trabajo. Puede que, para muchos, las histories existentes sobre la Revolución industrial representen la historia de glorias pasadas, pero para muchos otros no logran plantear las cuestiones de interés fundamental. ¿Experimentaron todas las regiones del país un rápido crecimiento económico? ¿Hubo una división social significativa entre la población empleada y la desempleada, y qué se entendía por empleo? ¿Cómo se introdujeron las nuevas tecnologías y como reacciono la gente ante ellas? ¿Cómo se organizó la industria y cómo se estructuró el trabajo diario? Los his­toriadores sociales han abordado cuestiones semejantes recientemente, pero la Revolución industrial de los historiadores de la economía ha permanecido en definitiva intacta.

Todo esto debe resultar muy confuso para el lego en la materia, que se preguntara sin duda dónde debe, pues, buscarse el quid de la Revolución industrial: en las nuevas tecnologías, las nuevas industrias, o en los sistemas fabril y doméstico. La discusión de muchos de estos temas acecha en la mayoría de las obras recientes, pero los únicas intentos coherentes de abordarlos han sido los de Sidney Pollard en Genesis of Modern Management y David Landes en Unbound Prometheus. La maestría literaria, el poder interpretativo y el alcance de la obra de Landes no han sido superados, quizá porque la propia perfección del autor ha disuadido otros intentos de ampliar alguno de los temas que trata o de entrar en debate sobre sus análisis por parte de otros estudiosos. Pero también la Revolución industrial de Landes obedece a los tiempos en que se escribió la obra. La de Landes es una Revolución industrial apocalíptica; su visión de los procesos, cataclísmica. Encaja en los estudios contemporáneos sobre crecimiento económico; su interés en los logros de la fabrica y de las tecnologías basadas en la utilización de energía a gran escala confirmaba el beneplácito contemporáneo a la inversión del gran capital. La obra de Landes también comparte los intereses de los historiadores sociales de la época, que centraron el debate histórico en las quejas de los trabajadores de las fabricas y en el conflicto social de las décadas de 1830 y 1840.

En la década de 1960, Landes podía escribir que «los trabajado­res pobres, especialmente aquellos oprimidos y abrumados por la industria mecanizada, poco tenían que decir, excepto que no tenían la misma mentalidad». Hoy en día esto ya no es suficiente. Ahora nos preguntamos sobre las implicaciones sociales del cambio tecnológico, no solo de nuestra época, sino también del pasado. Se ha medido la magnitud del fracaso de nuestras propias industrias a gran escala y altamente capitalizadas, frente al resurgimiento de otras alternativas a menor escala. Y la rigidez y conflictividad industrial acarreadas por sistemas de administración organizados jerárquicamente, han inspirado nuevas tentativas en el ámbito de la producción cooperativa y la toma de decisiones.

El planteamiento de tales cuestiones sobre la época en que vivimos ha hecho necesaria una aproximación, microeconómica a la Revolución industrial: las formas de organización industrial no solamente en el sistema fabril, sino también en el sistema de putting-out, el artesanado, la subcontratación y organización minera; - las características de la fuerza de trabajo, formas de reclutamiento y aprendizaje industrial; y los tipos de tecnología —tanto tradicional como innovadora, tanto manual como energética, tanto a pequeña escala y transformaciones intermedias, como a gran escala—; y las diversas experiencias industriales y regionales —experiencias tanto de declive industrial como de crecimiento—. Estas cuestiones nos enfrentan a un estudio de la Revolución industrial con unas miras mucho mas amplias: debemos estudiar las controversias y conflictos que apuntala-ron el cambio, no solo sus resultados en los índices de crecimiento económico; y debemos estudiar tanto los fracasos como los éxitos, ya que también esto forma parte de la industrialización.

Nuestra propia experiencia europea occidental de crecimiento y recesión industrial, junto con el creciente desarrollo de las manufacturas en muchos países del Tercer Mundo, también ha contribuido al planteamiento de preguntas sobre el significado de la industrialización y las formas que ha tornado. Las viejas aspiraciones a fabricas a gran escala e intensamente capitalizadas y a la mecanización han cedido ante las nuevas tecnologías a pequeña escala, ante una nueva descentralización y una nueva «división internacional del trabajo», [Froebel, Heinrichs y Kreye, New international division of labour; Pearson, «Reflections on proto-industrialization»] y las posibilidades de crear «alternativas a la producción en serie». Observamos ahora la industrialización como un proceso cíclico mas que, como una progresión unidireccional, como un proceso a largo plazo mas que como un acontecimiento espectacular a corto plazo, como de carácter multidimensional mas que como un modelo único.

Antropólogos y economistas del desarrollo se han sentido atraídos de un modo particular en los últimos anos, no por las semejanzas entre la nueva manufactura del Tercer Mundo (especialmente aquella que se localiza en el llamado «sector informal») y la Revolución industrial a escala europea, sino por sus semejanzas con las condiciones preindustriales y los anos de transición previos a la Revolución industrial [Goody, From craft to industry; Schmitz, Manufacturing in the backyard; Pearson, «Reflections on proto-industrialization»]. Este interrogante histórico acerca del eventual desenlace de la «protoindustrialización», es decir, el desarrollo de la manufactura y el sistema de putting-out, subyace en las incertidumbres en torno al futuro de la industria a pequeña escala y de otras formas de manufactura en el Tercer Mundo de hoy, aunque el contexto mundial para tal manufactura sea muy diferente. […]

Mi interés por las primeras fases de la Revolución industrial en el largo camino de la industrialización y por cuestiones de tecnología, organización del trabajo y cambio socio-regional e institucional no es, sin embargo, un nuevo interés propio de nuestra época. T. S. Ashton, Paul Mantoux y Charles Wilson, que escribieron sobre la tota­lidad del siglo XVIII, se detuvieron en la vertiente tecnologica e industrial de la Revolution industrial, [Ashton, Economic history of England; Mantoux, Industrial Revolution in the eighteenth century; C. Wilson, England's apprenticeship] aunque fundamentaron su marco de análisis en una tradición más antigua, la cual se remontaba en primera instancia a los anos 1920 y 1930, y en un sentido mas amplio a los economistas historiadores y a los historiadores de la economía de los primeros anos del siglo XX.

La historia industrial fue por aquel entonces un terreno de controversia para socialistas y sus críticos; para los socialistas que estaban profundamente interesados en las formas de organización no capitalistas y en los orígenes del capitalismo y del trabajo asalariado. A. P. Usher concibió su monumental An Introduction to the Industrial History of England como respuesta al ascenso del socialismo en los anos posteriores a la primera guerra mundial. Iniciaba su obra con una critica a la historia económica socialista, en especial la del socialista alemán Rodbertus. El interés por la organización industrial era también uno de los aspectos de, por una parte, la interpretación economíaa de la historia y por otra de la economía histórica. Se intentó definir y analizar las formas de organización industrial: estructuras gremiales, manufactura doméstica o manufactura del cottage, y la producción fabril. Estas tentativas por encontrar sistemas históricos de la actividad económica pasaron de moda posteriormente, pero ejercieron no obstante una notable influencia en la intensa obra académica de los historiadores económicos desde la primera guerra mun­dial hasta los anos treinta. Estos últimos ahondaron en la historia industrial, prácticas de trabajo y tecnologías de la manufactura pre­industrial y de la incipiente Revolución industrial. [Usher, Industrial history of England; Unwin, Guilds and companies of London; W. Cunningham, Growth of English industry; Marshall, Industry and trade, Apendice B. Veanse Kadish, Oxford economists, y Maloney, «Matshall, Cunningham and the emerging economics professions», para un comentario de la escuela de economía histórica en Inglaterra. Vease Kriedte, Medick y Schlumbohm, Industrialization..., para un comentario de la escuela histórica y sus secuelas en el contexto general de Europa]

Existe por tanto una larga tradición dedicada específicamente al estudio de las estructuras, practicas laborales y fuerza de trabajo de las unidades de producción enmarcadas en el grupo domestico y del sistema de putting-out. Se situó con claridad la Revolución industrial y el sistema fabril en la perspectiva histórica de la prolongada génesis industrial. La investigación histórica sobre las diferentes modalidades manufactureras, de las condiciones de trabajo, de las características específicas del trabajo femenino e infantil, era parte integrante de la controversia acerca de las interpretaciones optimistas o pesimistas de la industrialización. Se comenta con frecuencia la respuesta optimista que Clapham diera a los Hammond. Se comenta menos la obra de un importante grupo de historiadoras de la época —Alice Clark, Ivy Pinchbeck y Dorothy George— donde se desmitificaba la edad de oro en la que supuestamente se inscribió la industria de los siglos XVII y XVIII, fundamentada sobre el sistema domestico y el trabajo de mujeres y niños por el que se regía esta industria. La presencia generalizada y el éxito relativo de la manufactura doméstica y de los talleres manufactureros en el siglo XVIII, así como su continuidad junto al sistema fabril hasta bien entrado el siglo XIX, fueron fruto de la explotación intensiva del trabajo, especialmente el de mujeres y niños, explotación por lo menos similar a la impuesta por el siste­ma fabril.

Hoy en día, la industria descentralizada a pequeña escala y las tecnologías de trabajo intensivo parecen ofrecer una esperanzadora alternativa a la fabrica y a la maquina, y es preciso replantearse, desde una perspectiva crítica e histórica equilibrada, las formas en que se pusieron en practica las diversas modalidades de tra­bajo y tecnología en el pasado. Lo pequeño era en ocasiones hermoso, pero era mas a menudo dependiente, opresivo y explotador. Ya que sistema fabril y sistema domestico, tecnologías energéticas y tareas manuales, artesanos y trabajo femenino y familiar eran elementos a los que se recurría como alternativas o en su conjunto, según la época y la industria, pero siempre en el seno de un sistema global de precios y beneficios.

Este libro es un reto al apego que sienten los historiadores económicos actuales por los años posteriores; a 1780, por la fábrica y la industria del algodón. Nos exige que reconsideremos los tipos de cambio acaecidos durante los primeros años del siglo XVIII y el contexto que permitió el surgimiento en este período de industrias en el ámbito del grupo domestico y de talleres industriales. Reclama un análisis minucioso de la dinámica económica, de las técnicas y las fuerzas de trabajo, de estas industrias del cottage y talleres industriales, y de las fabricas que crecieron en el seno de algunas de estas industrias, que no de todas. Exige, en definitiva, que consideremos la Revolución industrial como un fenómeno más complejo, plurifacético y vasto de lo que han supuesto recientemente los historiadores económicos.

Este libro suscita una serie de ámbitos de debate y de análisis, pero no proporciona en modo alguno la historia industrial que precisamos ahora. Es forzosamente selectivo, y trata en profundidad solamente algunas de las industrias textiles y algunas de las metalúrgicas. En cuanto a la historia de la manufactura, solo trata de las dos principales categorías de manufacturas de la época, sin atender a toda una serie de manufacturas menores pero de gran importancia. En tanto que estudio general, plantea mas incógnitas de las que resuelve; una de ellas, tratada solo a nivel muy superficial, se refiere al impacto sobre la mano de obra del siglo XVIII, así como la respuesta de ésta ante la introducción de nuevas Técnicas y practicas de trabajo. Nuestros conocimientos sobre este aspecto son todavía demasiado limitados. Hay muchas otras lagunas tanto en el planteamiento general como en la historia detallada del libro. Pero espero que ello promueva nuevas investigaciones y nuevas interpretaciones de la economía del siglo XVIII.

La Agricultura en la Edad Moderna

La agricultura es el sector económico más importante en el Antiguo Régimen. Era la actividad que daba ocupación a la abrumadora mayoría de la población (entre un 70 y un 95%) y cuyos productos movían gran parte del sector secundario y del comercio, además de producir el ahorro y la acumulación de capital necesarios para cualquier actividad y fundamental para cualquier cambio económico [ver la teoría de la acumulación primitiva de Marx].

La evolución de la producción agrícola influía en todo el proceso económico y estaba íntimamente ligada a los ciclos económicos y demográficos. Como señala este texto, el desarrollo de las industrias secundarias y terciarias están íntimamente ligadas a la producción agrícolas y los precios de la misma.



Asimismo, la fiscalidad recaía, en última instancia, en la agricultura y los agricultores: en definitiva - como señala Campomanes – en “el pueblo, sobre cuyos hombros descansa todo el peso del Estado”. [(1774), Discurso sobre el fomento de la industria popular, Introducción]. La parte más significativa de los ingresos del Estado, la Iglesia (a través de diezmos [usado como una de las principales fuentes para medir la producción agrícola] y rentas de grandes propiedades) y la nobleza dependían de los impuestos agrícolas, con lo cual los altibajos de la producción agrícola determinaban en gran medida la bonanza o crisis financiera de muy amplios sectores de un país y del Estado.

Aunque, hubo cambios muy importantes – como la incorporación de la agricultura al mercado monetario y a circuitos económicos más extensos, con la comercialización, el acceso al crédito, la compra-venta y la enajenación/privatización de las tierras, así como algunas innovaciones y nuevos cultivos en el XVIII – la agricultura permanecía asfixiantemente estática, arcaica y anclada en la ineficacia. La agricultura estaba condicionada por los bajísimos rendimientos (4,5 x 1 como media), el bajo nivel técnico, la escasa capacidad de abonado, el mal estado de las comunicaciones, los rendimientos decrecientes y la pérdida de productividad por el agotamiento y erosión de la tierra y por el empleo de sistemas de rotación (año y ves y tres hojas) ineficaces, así como por el uso de utillajes (de madera) y sistemas de tracción inadecuados, a lo que hay que sumar condicionantes metales y culturales que determinaban el rechazo a nuevas tecnologías y nuevos cultivos (como la patata y el nabo). Otro elemento que hay que mencionar para describir este círculo vicioso era el predominio absoluto de la agricultura sobre la ganadería – necesaria para el abonado y para proporcionar una dieta más completa, pero muy exigente en tierras – y los cereales sobre los demás cultivos – también necesario para enriquecer la dieta y para alternar cultivos para prevenir el agotamiento de las tierras –, movido por factores objetivos (su mayor rentabilidad calórica mezclado con la demanda creciente de alimentos) y subjetivos (su carácter de principal fuente de subsistencia motivó una obsesión que llevó a extenderlo a todas las tierras posibles por temor a la escasez).

Estas graves limitaciones fueron sólo resueltas en casos aislados, básicamente Inglaterra y los Países Bajos a partir de mediados del XVI. Estos países vivieron cambios estructurales profundos y graduales que en conjunto les permitieron modernizar su agricultura y su economía. Su producción agrícola estaba decididamente vinculada al mercado y su modernización fue paralela al desarrollo urbano, que a la vez ofrecía un estímulo económico creciente.

En los Países Bajos del norte existía un régimen de tenencia de tierra que permitía una mayor distribución y unas iniciativas colectivas que permitían rescatar y aprovechar nuevas tierras al mar (
pólders, molinos… [ver imagen]), mientras que en Inglaterra se desarrolló un proceso tendiente a la privatización y acumulación de tierras (enclosures). En ambos países se dieron importantes innovaciones técnicas y se introdujeron nuevos cultivos (maíz, patata…), útiles de labranza, métodos de abonado y sistemas de rotación (sin barbecho), lo cual permitió aumentar el rendimiento hasta un 11 x 1 (en Inglaterra se importaron las innovaciones holandesas que databan de la baja Edad Media). También se dio un mayor equilibrio entre agricultura y ganadería, con frecuencia estabulada en los Países Bajos.

En el caso de los Países Bajos el control que ejercían sobre el comercio del grano polaco permitió reducir su dependencia directa del cultivo cerealístico, pudiendo destinar más tierras a la agricultura y ganadería comercial.

Ambas zonas, por medio de formas algo distintas, consiguieron un paulatino cambio estructural – ayudado, quizás, por una alta capitalización, mayor desarrollo técnico, su modelo político, su régimen de propiedad y una mentalidad más abierta a los cambios – que les permitió transformar su agricultura.

En definitiva, la importancia de la agricultura en el Antiguo Régimen es simplemente absoluta, invadiendo todos los ámbitos tanto objetivos como subjetivos. Es el centro del proceso económico moderno (no es descabellado considerar – como lo hicieron muchos de los coetáneos – a la economía y los demás sectores económicos como apéndices parasitarios de la tierra y sus frutos). Cabe preguntarse que tan justificada esta la imagen tan negativa que tenemos de la agricultura en la edad moderna.

Hay que reconocer una importantísima hazaña de la agricultura moderna – poco espectacular en su funcionamiento y en sus cambios si se le compara con los circuitos comerciales que conectaban los rincones más remotos del globo, y la fe en las máquinas, germen de la Revolución Industrial - realizada tras bastidores y desde el anonimato que los labradores europeos: alimentar bocas, en una época de crecimiento poblacional y desarrollo urbano.

Hay que mencionar el capítulo dedicado a la agricultura de La Era de las Manufacturas de Maxine Berg, en el cual, y siguiendo la línea de lo anterior, ella habla de la enorme contribución agrícola a la industria en el siglo XVIII durante el take-off industrial inglés. El aumento poblacional y el crecimiento de las grandes urbes fueron paralelos a un incremento de la producción agrícola. Ya fuese mediante producción autóctona o importada (como en el caso de las importaciones de grano siciliano y polaco), la agricultura moderna – en general – se mostró capaz sostener el edificio de la naciente contemporaneidad.


Población inglesa 1540-1830. fuente: pág web (p. 65)
.
Hay que recordar que Inglaterra y los Países Bajos no eran las únicas zonas urbanizadas de Europa.

En: Gual, Valentí (2000).: "Régimen demográfico y vida familiar"; En: Molas, Bada, Escartín, et al.: Manual de Historia Moderna; Ariel; Barcelona (e. o. 1993), p. 59.



Una vez alimentadas las bocas, hay que señalar el aumento constante de la producción de materias primas para la industria - los ejemplos más fáciles son los cultivos comerciales para una industria de transformación alimenticia (como la vid o el olivo) y las fibras para la industria textil (cáñamo, lino, esparto, algodón...) -.

En nuestro trabajo sobre la organización industrial nos ha llamado la atención una realidad de la industria que era paralela a la que se daba en la agricultura: la enorme dificultad para la innovación. No se trata de que se ignorase las innovaciones técnicas de la época, sino que éstas requerían una muy pequeña capacidad de inversión que era inexistente en microeconomías de subsistencia. Por otro lado hay que tener en cuenta que la sobreabundancia de mano de obra en Europa desincentivaba aumentar otros factores de producción ya que se podía aumentar la producción aumentando la cantidad de mano de obra (con la problemática de los rendimientos decrecientes). En el tercer mundo podemos ver todavía hoy muchas zonas atrapadas en estos círculos viciosos.

En el caso concreto de la agricultura es fundamental – entre otras cosas – considerar las relaciones institucionales y el régimen de tenencia de tierra, que condicionaban las posibilidades de innovación, para explicar las diferencias entre distintas zonas en Europa. [Hay un capitulo dedicado a los cambios institucionales en: Overton, Mark (1996).: Agricultural Revolution in England: the transformation of the agrarian economy, 1500-1850; Cambridge University Press. Disponible
online
]

Sobre este tema hay muy abundante bibliografía, algunos artículos fácilmente accesibles son:

De Vries, Jan & Van Der Woude, Ad (1997).: The First Modern Economy: Success, Failure, and Perseverance of the Dutch Economy, 1500-1815; Cambridge UniversityPress. [disponible
online]

Allen, Robert C.: Campos, explotaciones y sistemas de innovación en la agricultura preindustrial inglesa. [En:
pág web]

Sebastián Amarilla, José Antonio.: El legado del Antiguo Régimen en la agricultura española (1780-1840). [En: pág web]

Un texto breve de Sender, Ramón J. sobre la Reforma Agraria en España (en la edad moderna y la II República. [En:
pág web]

Un articulo de Bernardo Sanz sobre La ganadería española durante la edad moderna. [En: pág web]

En Antehistoria [
http://www.artehistoria.com] también hay varias entradas sobre agricultura en el Edad Moderna.